sábado, 27 de abril de 2013

Una lectura de «Elegía en Portbou»: deber de memoria y esperanza




 
Sólo sobre un muerto no tiene potestad nadie” decía Benjamin (1) antes de suicidarse en Portbou, sin advertir la inminencia de la frontera que le hubiese permitido, como un salvoconducto, zafar de la persecución nazi. En esas circunstancias, su muerte constituía una forma desesperada de sustraerse a la potestad del fascismo. El drama singular de este intelectual judío encarna, no obstante, la historia anónima de millones. Es el punto de condensación en el que se entrecruza una multitud. Tras ese rastro no sobrevive el resplandor de un relato épico, sino la estela de los ausentes, de aquellos a los que se les arrebató de forma ignominiosa su existencia.

En Elegía en Portbou (2) de Antonio Crespo Massieu se hace nítida, precisamente, la “materia de lo ausente”, trazando un puente entre ese pasado desgarrado y un presente que se pretende indemne, a salvo de la sombra de estas historias interrumpidas. En vez de un acto conmemorativo, entregado a las liturgias, Crespo Massieu reconstruye fragmentariamente -como no podría ser de otra manera- un inventario de la derrota que sobrevuela nuestras cabezas como un fantasma conjurado.
 
Más tranquilizador sería que todo fuese una historia clausurada, el recuerdo terrible de una pesadilla de la que estaríamos, afortunadamente, ya liberados. Pero Crespo Massieu veda esa coartada. Las ruinas de la historia aplastan el presente. Sus escombros se multiplican. Contra la concepción estereotipada del fascismo como un movimiento confinado a la Alemania hitleriana en las bisagras de la Segunda Guerra mundial, Elegía en Portbou hace su trabajo crítico, diseminando las manchas rojas, extendiéndolas sobre playas alambradas, los interrogantes de una infancia desposeída de forma violenta, el dolor del superviviente atestiguando una aniquilación que sigue levantando polvaredas. Puede que quienes estuvieron en el infierno quieran olvidarlo de una vez. Reclamar su derecho a sustraerse de ese campo, salir de una vez de la jaula de lo acontecido que acorrala nuestro presente. Y sin embargo, ¿cómo podríamos nosotros traicionar a todas esas figuras que regresan a la orilla de lo recordado como tablas de un naufragio? ¿Cómo no reivindicar, aún, un deber de memoria?

En ese desfiladero se mete Antonio Crespo Massieu. Y, era previsible desde un principio, no puede salir ileso. La escritura se desgarra, se hace frágil, se convierte en un río cada vez más caudaloso que arrastra todo, incluso esos cuerpos ahogados de la historia que desembocan en la actualidad y sus documentos de barbarie. Porque el fascismo no es historia, sino más bien, porque estamos todavía en la historia del fascismo -multiplicado, fragmentado, convertido en política cotidiana- este poemario hiere cualquier bálsamo metafísico o político. Seguimos asediados. Decía Benjamin que tenemos que leer la historia a contrapelo. Es lo que Crespo Massieu procura, como ese «ángel de la historia» que se aleja del pasado sin dejar de mirarlo con ojos desorbitados, sin mesura posible.

No se trata, sin embargo, de una celebración de la derrota. Más bien, abrazo a quienes lucharon por hacer posible lo imposible, más allá de las prácticas del sacrificio, el cementerio del mar, “promontorio de ausencias” en el que late, aún, el deseo humano. Elegía… retoma, poéticamente, ese programa crítico. Fuera de toda voluntad luctuosa y de todo abanderamiento. Puesto que la sombra del duelo persiste, no cabe ninguna complacencia (ni siquiera la que grita en nombre de las víctimas). Sólo persiste la tentativa de reconstruir las múltiples figuras del horror, retratar su caída irretratable, toda esa legión de harapientos ejecutada a mansalva. Ante tanta devastación, el llanto de ese Angelus Novus forma torrentes cada vez más incontrolables. Esa torrencialidad no oculta, sin embargo, una carencia estructural: como discurso elegíaco, el poemario invoca lo desaparecido y no puede sino presenciar la distancia entre el ritual de invocación y los fantasmas que vienen de otro tiempo.

En ese contexto, la profusión de imágenes que estalla en este extenso poema suplementa un cierto realismo ingenuo que no podría más que naufragar en la descripción de una experiencia intransferible, inapropiable, que marca a esos otros desaparecidos, por más identificación que nuestra sensibilidad trace. Quizás por eso Crespo Massieu canta en voz baja, internándose en los pasajes de un tiempo saqueado, como si tras ese camino trunco pudiera abrir(se) un horizonte -un hueco si se prefiere- para los que estamos vivos, una brecha que haga imaginable la prosecución de una esperanza que se levanta todavía del suelo.

Volver sobre las ruinas, entonces, no se limita a una constatación más o menos irrevocable del pasado, sino que procura resucitar en él la promesa de una revuelta que se va gestando en algún rincón del corazón. No todo es caída. “El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer” (3). En esa tierra horadada, donde un cortejo triunfal desfila con su botín sobre los que yacen abatidos, la historia tiembla. Ni siquiera los vencedores pueden evitar que el temblor abra pequeñas fracturas en la superficie del tiempo. La fragilidad de ese ángel que sobrevuela la escritura de Antonio no niega la firmeza del pulso que sigue mirando nuestro pasado ominoso con la expectativa de hallar alguna promesa en quienes no se dieron por vencidos. Es cierto que las alas se quiebran ante el vendaval de la historia, pero ¿qué otro camino podrían seguir quienes desean poner a salvo a sus muertos?

A través de esa añoranza la poesía de Crespo Massieu crece como texto polifónico: una multitud espectral murmura en sus páginas. Por eso no se trata de hacer centro en algún nombre (más o menos célebre): lo que se inscribe en estos surcos es la huella de lo que fue borrado con violencia. Hablar en nombre de un gran Otro sería olvidar la distancia innombrable, fijar en presencia la materia de lo desaparecido. Sólo un ejercicio temerario podría convertirnos en su portavoz mesiánico. Puede que una de las dimensiones más valiosas de Elegía… resida en no prestarse a ese ejercicio. “Cómo escribir con nosotros” pregunta el poema y no hay respuesta que no sea diferida. Conjugar las voces, entremezclarlas al punto en que ya no importa quién habla, abre camino para un arte que no cierra los ojos ante lo reprimido. El libro (de los ausentes) se hace entonces poemario-convocatoria: se cita -más allá incluso de las citas expresas- con otros, se hace llamado, desembocadura en el que una plétora de murmullos huérfanos resuenan con insistencia desde el fondo de una fosa común. En el “oscuro fulgor del exilio”, esos murmullos abren grietas para respirar en el espacio desgarrado de la representación. Y aunque nadie responda, es desde ese exilio como mejor se puede seguir “preguntando al siglo”.



Los tres libros que componen el poemario (“Libro de los pasajes”, “Libro de la frontera”, “Libro del descenso”) podrían interpretarse como variantes del desplazamiento, pero sobre todo como punto de fuga, tránsito hacia una región clandestina, arqueología de las pérdidas. No hay tierra para tanta belleza herida; apenas destierro, partida hacia otra vida.

Tal vez la memoria del frío nos permita vislumbrar la promesa de un abrigo, urdido con retazos de respuestas. Ningún recuerdo puede surcar la constelación del mundo. El silencio de los muertos -lo que no pudieron decir- es como una estrella apagada. Apenas captamos su luz remanente que sigue viajando en el vacío indiferente.

La peculiar magnitud del viaje hacia atrás que encarna Elegía de Portbou no impide adivinar la violencia de una interrupción. Lo irrepresentable está ahí: el presentimiento de los niños en Terezin, las alambradas rodeando una playa de refugiados, el instante previo al suicidio desde un puente, la desesperación del que corre escapando a sus verdugos… La enumeración no podría ser completa. Reconstruir el espanto no niega esos otros discursos interrumpidos que sólo pueden ser re-tomados a condición de no pretender continuarlos.

Llegados a este punto, la historia no es un escaparate (un museo) en el que se exhiben los botines de guerra, sino ruina, esplendor saqueado, inscripción de luchas sofocadas: “huellas aún del desastre”. En el oscuro pasaje de los cuerpos, ¿puede haber algún lugar de restauración o reparación? ¿una comunidad de los desamparados? Más radicalmente: ¿cabe esperar todavía “la hora de consuelo” para todo ese pesar acumulado en el lomo de la historia? Crespo Massieu arriesga sus versos. Incluso si no pudiera deslindarse de un tiempo humillado, lo venidero se erige sobre esa deuda: la de abrazar a los muertos que no están a salvo aún. En vez de proclamar “aquí la noche, allá el amanecer”, estas elegías abrazan el claroscuro y, como un jorobadito que avanza en un paisaje desolado, quieren librarse del lastre de las culpas sin olvidar. Hermanarse con los latidos arrebatados que todavía pulsan sobre el día: lavar la vida. La “piedad insomne de los árboles” -como se dice con una belleza tan persistente como punzante- enseña a respirar.

No por azar Crespo Massieu recupera esa esperanza (impronunciable) que sólo es dada por los desesperados, los desahuciados, todos aquellos que en circunstancias completamente adversas alzaron la dignidad de su negativa, su decir «no», su resistencia a todo cuanto se afirma de manera irrestricta y dogmática. Sólo entonces puede irrumpir en el horizonte la secreta apertura, aquella que desafía la amenaza del cierre totalitario. Ahí está


(…) lo aún indecible, todo en mínimos signos negros, apretados,
coagulados en la página, en su límite, su pequeño margen,
como una acotación, una casi ilegible verdad al trasluz
de la historia, en el temblor de la paciente espera:
para negar o irradiar, para abrir espacio o deslizar
nuevas preguntas, como letras de un siempre inacabado alfabeto.

 
La promesa de convertir el destierro en una experiencia que ilumine otro porvenir sobrevive entre escombros. Como destacaba Laura Giordani en ocasión de su presentación del poemario en Valencia: “En Elegía en Portbou, los vencidos son conducidos a través de la palabra poética del destierro (lugar de la pérdida) al transtierro, lugar casi imposible de reunión, de reparación de la utopía para que siga alumbrando el presente. Transtierro a un lugar común, reunión de la memoria hecha añicos”. Imposible condensar mejor esa experiencia del pasaje del desierto (en el que sobrevivimos) a la promesa de una tierra porvenir.

En ese sentido, la escritura de Antonio se hace cobijo en el que todos y todas caben, como un “margen inmenso de lo no dicho”, de lo dicho y lo no escuchado, de lo indecible que acuna todas las derrotas y llama una justicia porvenir (y ¿cómo viene el porvenir, cómo lo convocamos?). Ese inacabado alfabeto nunca fue forjado fuera de la escritura agonística de la historia: su sintaxis arrastra el signo del desastre. No sin desconsuelo uno quiere saber para cuándo un descanso para todos esos “tiernos habitantes de los márgenes”. No sabemos responder. Quizás en su muerte en la que ya nadie tiene potestad. O puede que en la “fiesta de los oprimidos”, el instante en que la reparación parece posible. Tal vez nunca podamos saberlo. Pero ¿no es en esa incerteza donde más se afianza el llamado de un porvenir distinto, que sólo viene si lo traemos?

Descender por el abismo, entonces, para llegar al punto límite del mar, esa “frontera del desamparo”, ese ir más allá de una patria obscena, desafiando la amnesia (lírica, política) que se queda arriba, ajena al espanto. Crespo Massieu deja piedritas en el trayecto de una dignidad germinal, superviviente, a pesar del genocidio, siempre de este lado en que los muertos (“leves como nombres caídos”) dejan el duro, difícil aprendizaje de un legado que incita a una reflexión incesante.

Los nombres están borrados. Como una insignia opacada por el óxido, sus tentativas no serán registradas con “cuidada caligrafía en el libro de los muertos”. Y, sin embargo, sólo ellos, los que tocaron fondo, pueden darnos fuerza para retomar la promesa de lo diferente, en la “extraña fidelidad de la memoria”.
 

Arturo Borra
Alzira, 28 de mayo de 2012
 


(1) Benjamin, Walter, Discursos interrumpidos I, trad. Jesús Aguirre,Taurus, 1987, Madrid, pág. 7.
(2) Crespo Massieu, Antonio, Elegía en Portbou, Bartleby, 2011, Madrid.
(3) Benjamin, Walter, Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, trad. Jesús Aguirre, Taurus, 1987, Madrid, p. 180-181.

 
 
 
Reseña publicada en "Nayagua, revista de poesía", Nº 16, 2012.
 
 
Antonio Crespo Massieu