miércoles, 31 de diciembre de 2008

«Prosa profana» - Arturo Borra



Lo milagroso –si
es que hay auténtico milagro en esta prosa profana- no
es que la vida persista con sus ruinas y su rutina a cuestas: su disparo en la nuca/
la agonía sin sepultura en el oprobio diario incluso de las plegarias
(orando a unos ángeles venideros).

Lo milagroso no es que abra mis ojos repletos de madrugada y estés a mi lado respirando tu penúltimo sueño. Tampoco que los siglos sigan abriéndose surco sobre un tiempo sonoro de derrotas/ y los sepultados se aferren a los hilos deshilachados que les permitan subir al cielo –si es que hay cielo en la cuadrícula donde rezamos a nuestros muertos-. Ni siquiera
que sigas batiéndote en retirada entre las sábanas/ con tu desafío a la noche despierta. O que haya comunión y no sólo lejanía. No es que la sangre se derrame sobre el cáliz
de los abatidos/ que el incendio no se propague sobre todos los altares –y lloren las estatuas/ y bailen las vírgenes y no haya –o siga sin haber- milagro.
No es que haya aire –algo antes del crepúsculo donde combaten dioses y humanos
ni tampoco
que crezcan las lápidas y las lapidaciones/ los templos y los destiempos/ las tumbas en la lluvia/ o vos dándote la vuelta para respirar todavía la noche sobre la que escribo para volver a creer.

Lo milagroso –digo: si es que hay milagro- es que a pesar de las omisiones y los pronósticos/ a pesar de los catecismos y las liturgias solemnes/
la belleza
no sea un milagro contra todas las evidencias.