lunes, 8 de octubre de 2007

«Octubre», «Atardecer con pájaros» y «Lo vivido, no lo hecho» - Antonio Méndez Rubio





Octubre

Poder decir: todo menos la soledad existe. Y hacer de la distancia, de la raíz de la voz, un desafío brutal. Cómo miente la nieve en los cristales. La noche es amplia, ajena. Sin embargo, ahora sé que no puede sino estar conmigo. Otros cuerpos desnudos nos miran, abrasados por un humo constante. Su ausencia dura. Pájaros que agonizan de frío entre la ropa, por las baldosas en sombra de la habitación, las palabras la buscan, acaso. Fingen esta muerte tranquila que discurre, silenciosa, por nosotros, más hábil y más cierta que nosotros.

de El fin del mundo


Atardecer con pájaros

Gorriones en bandada me sorprenden
avanzando despiertos por el cielo
Raso. Rozando, mínimas, las alas
con el frío persistente de la tarde.
No su perseverancia; no la luz
que invisible termina en torno a ellos;
no su capricho, no el dolor pequeño
que sostiene, quizás, su vuelo bajo
haciéndolo imposible a las palabras.
No el temblor encendido de sus cuerpos
abriéndose al futuro, desterrados.
Miro el aire en silencio que los une.

De Un lugar que no existe


Lo vivido, no lo hecho (3)

Ni toda la humildad, precisamente.
¿Ves el desconcierto del mundo? ¿Puedes
realmente verlo, no por ti, no por nadie, cómo
se acuerda de cualquier imagen
sea o no sea imprevista? Se apodera de lo
que te ha hecho estar aquí.
Huella de la canción, memoria cierta,
voz. Y luego hay que servir.
Mira una sola cosa: ha empezado a llover,
hay pájaros que van, lo que vas a aprender
no son palabras.

De Razón de más



Antonio Méndez Rubio (Fuente del Arco, Badajoz, 1967) reside en Valencia, en cuya Universidad es profesor de Comunicación Audiovisual y donde ha participado en diversos colectivos de acción cultural y sociopolítica, como el Foro Social de las Artes. Compañero de quienes combaten la papilla del pensamiento débil, el poeta se ha embarcado en la lucha contra los modos de la anuencia ante un mundo injusto. Y no lo hace protegido en la trinchera de los viejos dogmas, sino sobre la precariedad de un nuevo humanismo aún en construcción. Tanto su tarea creadora como su labor ensayística y crítica son una escrutación pertinaz e insoslayable de las relaciones entre escritura y mundo, entre su yo y el yo de los otros, y, en última instancia, entre pensamiento y poesía. Así lo señala en una de sus poéticas, la titulada «El mareo y la perdiz (poética)», que puede leerse en la antología La otra joven poesía española (2003): «el encuentro de poesía y pensamiento inconforme [tiene] muchas posibilidades de resultar particularmente fecundo en la práctica y desde la práctica».

En relación con ese proyecto de oposición a una cultura estabulada y convertida en instrumento de conformidad, formó parte del colectivo Alicia Bajo Cero, integrado en la Unión de Escritores del País Valenciano, en cuyas manifestaciones teóricas (Poesía y poder, 1997) se efectúa una determinada oferta de mundo y de creación, una defensa de las escrituras experimentales y una impugnación de las formas más banales del realismo narrativo y de su displicente descreimiento. Al cabo de todo, «hablar del mundo es proponer un mundo», rehusando la engañosa imparcialidad o la descomprometida vocación ecléctica y omnicomprensiva, frente a la que se afirma una posición «no sólo crítica, sino conscientemente parcial y militante». Pero, si lo que predomina en otros poetas con quienes comparte visión y sentido es la entonación épica y la apertura coral, la voz de Méndez Rubio sólo avanza hacia dentro, en busca de una realidad otra. Al contrario que en un poeta de programa, sus convicciones no constituyen preceptos, ni su adscripción a vocaciones colectivas supone mengua de su especificidad lírica, estrictamente individual. Apostado frente a los discursos narcisistas o frente a aquellos concebidos como transcripción figurativa de un universo en que el lenguaje ha sido secuestrado por quienes detentan el poder, Méndez Rubio ha ido trazando una línea poética que, a partir de Llegada a Dublín (1988) y Fugitivo tesoro (1993), y en su plena sazón ya en El fin del mundo (1995) o en Trasluz (2002), constituye un tratado sobre la contemplación, horro de excrecencias anecdóticas y con los nervios conceptuales bien visibles. Contemplación, en efecto; aunque no sacudida por las incitaciones primarias de los sentidos, ni tampoco aplicada a eso que llamamos realidad exterior, sino objeto ella misma que busca enajenarse, situarse fuera del yo para así cobrar una condición desvinculada, en la pura intemperie.

La poesía de Méndez Rubio se sitúa, al cabo, allí donde los designios colectivos, negadores del ensimismamiento narcisista del sujeto, sólo pueden ser mantenidos mediante un proceso de depuración lingüística y despojamiento de trampantojos sensoriales y bullanguería mundana. Ése es el lugar del tabernáculo de la realidad y del tabernáculo del lenguaje: dos zonas que coinciden en el interior íntimo de un proyecto de vida y escritura, confundidas ambas en un mismo propósito de redención.

Ángel L. Prieto de Paula