viernes, 3 de agosto de 2007

«Apuntes críticos sobre la belleza artística», Arturo Borra (versión ampliada y corregida)



I. La reclusión de lo bello

“Y después de Auschwitz
y después de Hiroshima, cómo no escribir”.
J. A. Valente[i]

“Pues lo hermoso no es otra cosa que el comienzo/ de lo terrible en un grado que todavía podemos soportar/ y si lo admiramos tanto es sólo porque, indiferente/ rehúsa aniquilarnos. Todo ángel es terrible”.
J. M. Rilke[ii]

Desde la antigüedad, siguiendo un ensayo de H. Marcuse[iii], la filosofía –signada por el idealismo- desconectó lo «bello», lo «bueno» y lo «verdadero» (recluido al mundo espiritual) de lo «útil» y lo «necesario» (remitente al mundo material). Con esta separación dicotómica fundamental, el concepto de belleza históricamente quedó ligado a la idea de una pura interioridad, contrapuesta a una sensibilidad estigmatizada. Con el imperio de la mercancía, en el que los humanos reproducen su existencia material a costa de instaurar la miseria de una sociedad de clases, esta tríada tiene que trascender la vida. Los “valores eternos” se separan por un abismo de sentido de lo (fijado históricamente como) necesario. Tras la separación ontológica y gnoseológica entre «sentidos» y «razón», se hace tolerable una reprobable forma de existencia. La praxis material queda eximida de tener que responder a estos valores supremos, irreconciliables con respecto al mundo corporal.
Siguiendo esta argumentación, el idealismo burgués no sólo reafirma esta dicotomía antigua entre lo «espiritual» y lo «corporal», sino que además enfatiza la obligatoriedad de ocuparse de lo bello, lo bueno y lo verdadero como tríada suprema del espíritu (énfasis ausente en la era pre-moderna). Se abre camino a una despreocupación filosófica por los procesos materiales de la existencia. Como seres abstractos, todos los hombres deben aspirar a estos valores; como sujetos corporales, sin embargo, apenas si cabe pensar en el acceso a este mundo elevado por parte de las mayorías sociales, ocupadas en reproducir su existencia material. Con ello, se plantea una configuración cultural que Marcuse denomina «cultura afirmativa», que encubre los antagonismos sociales en una aparente unidad interna: anuncia como deseable la felicidad interior, pero en un contexto de servidumbre externa, posibilitando la reafirmación de lo existente. La igualdad abstracta («jurídica», dice también el autor, en tanto equivalencia formal desmentida por la práctica) tiene como contracara la desigualdad social concreta. La realidad histórica es perpetuada por una cultura afirmativa que celebra un ideal de felicidad espiritual en un contexto de muerte y miseria material. A la vez que anuncia una humanidad universal, consolida la represión de las masas[iv]. En suma, dentro de la cultura afirmativa, el mundo anímico-espiritual queda escindido del mundo material, planteando al primero como bien universal, valioso en sí mismo y vinculante u obligatorio, esencialmente superior a la facticidad de las luchas cotidianas por la subsistencia[v].
En este marco, se plantea la ambivalencia del «arte burgués»: por un lado quiebra con la “resignación irreflexiva ante lo cotidiano” pero a la vez pone estas fuerzas como metafísicas. Lo que en última instancia importa a nuestros fines es que incluso ese tipo de arte muestra que este mundo puede cambiar, dando lugar a una existencia venidera de felicidad. Si el “arte burgués” plantea como metafísico lo político, una apuesta contraria es precisamente politizar la metafísica -denunciarla por eternizar en una condición abstracta general, una infelicidad histórica, vinculada a la penuria y a la esclavitud modernas[vi]. Lo interesante aquí es que todo arte que anuncie una «promesa de felicidad» se hace peligroso en un mundo de privaciones. “El verso hace posible lo que en la prosa de la realidad se ha vuelto imposible”[vii]. Lo problemático, sin embargo, no reside tanto en la promesa como en su incumplimiento sistemático en el mundo de la vida cotidiana.
El alma bella en lo ominoso de la existencia, “sublimiza la resignación”, le da una falsa dignidad, en tanto tiende a aceptar lo real como fatalidad trágica. En el arte burgués retornan las verdades olvidadas por la realidad cotidiana, aunque alejadas del presente en cuanto a su realización efectiva. La belleza se hace promesa de una felicidad –como tal legítima-, pero en cuanto desconectada de lo corpóreo (o de lo sensible), se hace cómplice, por hacer soportable el desasosiego del presente. “El arte, al mostrar la belleza como algo actual, tranquiliza el anhelo de los rebeldes”[viii]. De esta manera, y simultáneamente, la belleza que muestra otro mundo histórico posible, amenaza con aplacar los impulsos políticos transformadores. El problema dentro de este horizonte dialéctico, por tanto, no es todo sueño de belleza y libertad, sino aquellos que se desconectan de una materialidad sangrante, del deterioro de un cuerpo sufriente, haciéndose cualidades del alma –último consuelo ante la desdicha.
Por un lado, entonces, existen formas de belleza que ocultan el desamparo vital. Constituyen modos específicos de olvido –más o menos deliberado- de las condiciones del presente, en particular, del sufrimiento humano producido, entre otras cuestiones, por una cultura dualista que desconecta el padecer del ser social e histórico.
De ahí, sin embargo, no cabe derivar ningún rechazo general a toda forma de belleza, en tanto «esplendor ontológico» al decir de Heidegger. Ese rechazo unilateral conduciría a negar la existencia de sentidos diversos de lo bello, como si necesariamente condujeran a un aplacamiento del desasosiego ante lo real. De ahí que la crítica aludida refiere a aquel tipo de belleza que se plantea como consuelo interior en una sociedad desgarrada. No faltan legítimas denuncias de lo bello como una forma de encubrimiento de la indigencia y desigualdad generalizadas, e incluso como complicidad con el orden social existente[ix].
Ahora bien, ¿ocurriría algo semejante con una belleza desgarrada, con una belleza ligada al orden de la existencia material? ¿Lo mismo sucede con una belleza que brota, por decirlo así, de las grietas de lo real, del hontanar del deseo? Si el cuerpo deseante es un cuerpo que reclama satisfacción corporal, eso supone que la belleza que reclama es estructuralmente otra a la que se restringe a una pura espiritualidad: aquella capaz de materializarse en la vida cotidiana. En suma: un arte bello que promete cierta felicidad, por un lado, aparece como un consuelo momentáneo a la desgracia extendida; por otro, sin embargo, muestra un mundo deseable: produce deseo, voluntad de perpetuar un placer sensible ante las cualidades fulgurantes de la creación estética, necesariamente fugaz en el contexto del capitalismo (y, probablemente, en todas las formaciones histórico-sociales que conocemos hasta el presente).
¿Podríamos sustraernos de esta ambivalencia de alguna manera? En el texto analizado, no hay demasiados rastros para elaborar una respuesta aceptable desde un horizonte político de izquierdas. Tal respuesta sólo puede estructurarse de forma indirecta y negativa. Aunque volveré sobre otras aportaciones de este autor, deberíamos incluir como momentos internos de esa estética al menos dos cláusulas: 1) que la belleza no aparezca como actual, esto es, que permanezca señalando su distancia insalvable con respecto a la existencia cotidiana presente (lo que en Marcuse conduce a la tesis de la autonomía artística como posibilidad crítica), mostrando a su vez una potencialidad humana que puje por un cambio histórico-social concreto[x]; y 2) que tal belleza inactual sea, al mismo tiempo, ligada al mundo material, des-idealizado, no desconectado del sufrimiento humano y de prácticas de la vida cotidiana posibles, contrapuesta a un modelo de “belleza metafísica” (como cualidad del alma o relativa a una espiritualidad desconectada de las condiciones de vida). Con ello, se mantendría la “fuerza crítico-revolucionaria del ideal”, que en su irrealidad permite mantener las añoranzas legítimas del ser humano, así como el deseo de que éstas puedan encarnar. Esa crítica, por lo demás, no puede sostenerse si se desconecta lo bello de la aspiración a la verdad (por más provisoria que la consideremos) que supere lo meramente aparente.
Sin dudas, estas cláusulas distan de constituir por sí solas un proyecto estético crítico, pero pueden ser apuntes valiosos para tomar en consideración. Tampoco están exentas de ambigüedad. Con respecto a 1), existe una tensión entre la presunta belleza actual y la inaccesibilidad de las mayorías a esta experiencia. ¿Cómo podría una belleza ser tranquilizadora si, a su vez, no es siquiera asequible para esas mayorías sociales? Esta tensión lógica podría intentar atenuarse apelando a la condición circunscripta de la belleza actual, recluida en experiencias como la experiencia artística o la experiencia amorosa (también modalizada por esta dualidad). Sin embargo, habría todavía una incertidumbre con respecto a los sujetos que, en efecto, pueden acceder a dichas experiencias circunscriptas en el presente. La conclusión no podría ser más desalentadora: a menudo, la belleza artística, al resultar inaccesible para las mayorías, ni siquiera tranquiliza. De ahí que resulte conveniente enfatizar una distancia radical, insalvable en el capitalismo, entre vida cotidiana y belleza. El mismo Marcuse señala la impudicia de lo bello, en tanto “muestra lo que no puede ser públicamente mostrado”, negándose a las clases mayoritarias. Con respecto a 2), siempre se corre el riesgo de invertir simplemente los términos de la dicotomía espiritualidad/ materialidad, sin desmontarla como tal, esto es, sin asumir la condición material de los procesos culturales[xi]. Tampoco sabemos en este caso cómo podríamos proceder en esta dirección poética. No resulta fácil de determinar y quizás sea indeterminable en el texto citado, pero la adhesión de Marcuse a algunas vanguardias estéticas como el surrealismo parecen señalar el camino en el que estaba pensando: la (fallida) transformación de la vida por el arte, en la que los sueños –como vía regia del inconsciente, tal como decía Freud-, adquieren fuerza revolucionaria en una reescritura de la historia.

II. La restitución de una promesa


Incluso dentro del círculo de Frankfurt de la primera generación[xii], autores como Adorno han observado con respecto a la postura marcusiana un cierto nivel de indeterminación con respecto al “arte burgués”. Allí donde cabría hacer un análisis más pormenorizado, el texto de Marcuse se detiene. También podríamos observar que, en este marco, la totalización efectuada por Marcuse omite las luchas y resistencias efectivas con respecto a la «cultura afirmativa», simplificando el análisis de los procesos sociales. La reinterpretación de esta perspectiva desde una teoría de la hegemonía nos conduciría a hacer reconocibles conflictos sociales específicos, más o menos organizados, que si por un lado no constituyen configuraciones políticas, intelectuales y morales alternativas –por decirlo en términos de Gramsci-, tienden a una resemantización de los discursos dominantes que limitan su efectividad. En otros términos, habría que detenerse no sólo en el direccionamiento global que un «bloque histórico» establece, sino en los «contrapoderes»[xiii] que se constituyen en ese mismo movimiento, alterándolo y subvirtiéndolo. Asimismo, en ese contexto teórico cabría preguntarse por la relación entre lo real y configuraciones de condición utópica (que no suprimen sin más lo bello, sino que lo reconstituyen). Tampoco Marcuse se desprende de esta promesa sin más porque, estrictamente, permitiría producir una ruptura con la unidimensionalidad de la sociedad de la opulencia[xiv]. Más todavía: si la cultura afirmativa anuncia un mundo de posibilidades correctas, lo decisivo está en la imposibilidad estructural del sistema capitalista de cumplir con tales promesas. La belleza, de este modo, forma parte de esos valores deseables aunque inaccesibles en las condiciones del presente, como no sea de forma efímera.
Retengamos, sin embargo, algunos componentes de la argumentación. Marcuse enfatiza en su indagación sobre la relación entre estética y cultura, la ambigüedad del arte burgués, en tanto forma del idealismo que tiende a descontextualizar a los sujetos de sus condiciones materiales de vida. Ideales como la armonía, la belleza y una reconciliada totalidad se tornan problemáticos. Pero, ¿no deberíamos reconocer que la ambivalencia del “arte burgués” en nuestra formación social contemporánea es el riesgo de cualquier arte que enuncia un mundo diferente en las condiciones del presente? ¿O el riesgo se genera, precisamente, cuando ese mundo diferente es desatado de las posibilidades concretas, reducido a una fantástica idealidad? ¿Es cómplice todo proyecto de belleza por resultar inviable su institución? ¿Mero bálsamo que refugiado en la interioridad bella y plácida eterniza las penurias cotidianas? Más radicalmente, ¿puede pensarse una «utopía histórica» falta de toda belleza? Cuidarse de una política esteticista (una sociedad gobernada por la belleza antes que por la justicia), no implica, sin más, renunciar a toda forma de belleza. ¿O deberíamos privarnos ahora de lo bello para gozar luego de su presencia?
En todo caso, si hay formas de belleza deseables, no serán aquellas que se estructuran sobre la base del ocultamiento de los antagonismos sociales. Antes bien, pensamiento crítico –como camino necesario para toda posible emancipación- y belleza deberían articularse, poniendo en crisis, parafraseando a Marcuse, la irracionalidad de la razón capitalista. Habría, pues, que poner la belleza en otra constelación artística, comprometida con la verdad, que es en última instancia lo que determina el valor de una obra de arte[xv].
Más en general, en el contexto teórico frankfurtiano, el «arte» es producto de la división social del trabajo. Lo que resulta más inquietante: el arte como mercancía es posible por esos ideales de belleza, armonía y totalidad (planteados como universales), que lo hacen aceptable como producto de consumo cultural y, en particular, de goce estético. Las vanguardias estéticas, en este sentido, apuntaron a cuestionar esta pura circunscripción del arte, enfatizando la participación de lo artístico en la construcción de una sociedad específica, aunque sin renunciar a cierta autonomía crítica[xvi]. De la puesta en cuestión de estos ideales emerge la posibilidad de una producción estética crítica, capaz de desnaturalizar determinados esquemas de percepción y cognición cotidianos. No es la «genialidad» ni la «originalidad» lo que explica un producto literario, sino la apropiación de unos modos de producción sociales por parte de unos sujetos formados en el proceso de división social del trabajo. Una estética de la negatividad, en vez de conciliar los materiales entre sí, muestra las operaciones de montaje, apelando a la fragmentación, la dislocación e incluso a una forma de destotalización (y recordemos que Adorno insiste, en su Minima Moralia, en que “El todo es lo no-verdadero”)[xvii].
Dicho lo cual, cabe todavía preguntarse, desde un horizonte crítico por la belleza –y tanto más apremiante cuanto más ausente o mitigada en las experiencias cotidianas-. Hasta donde conozco, esa reflexión para Marcuse aparece inscripta en una indagación más amplia, como es el caso del vínculo entre sociedad, capitalismo y subjetividad (pienso en El hombre unidimensional, en Eros y civilización o en el ensayo aquí comentado). Quizás por ello Marcuse retornó a la problemática estética al final de su vida, dándole un tratamiento más específico en el artículo “El arte como forma de la realidad”[xviii] y en La dimensión estética. Crítica de la ortodoxia marxista[xix], sobre el que me detendré a continuación, por ser aquel en que su posición aparece indudablemente más elaborada. Sobre esa base, es posible precisar algunas intuiciones formuladas.
Conviene destacar algunos puntos de esta nueva fase de argumentación. Según esta propuesta estética, el “arte auténtico” constituiría un camino emancipatorio donde los afectos no serían rechazados por la cultura represiva del capitalismo. El arte aparece como resistencia individual ante un orden colectivo injusto. Frente a las relaciones dadas, la forma estética se hace autónoma, subvirtiendo la “experiencia normal”. La condición revolucionaria del arte puede situarse tanto en términos técnicos y estilísticos como en un plano de autenticidad y verdad: su fuerza subversiva está encarnada en su capacidad para denunciar la realidad establecida, con independencia al sujeto de clase que la produzca.
“La literatura se puede llamar con pleno sentido revolucionaria sólo en relación a sí misma, como contenido convertido en forma. El potencial político del arte estriba únicamente en su propia dimensión estética, su relación con la praxis es inexorablemente indirecta, mediada y huidiza”[xx].

Señalemos así que el sentido crítico de la literatura no reside en su inmediatez política, que reduce su “poder de extrañamiento”. Contra una ortodoxia marxista que exige una relación directa entre arte y política, entre literatura y clase[xxi], Marcuse avanza en la crítica a la separación taxativa entre base y superestructura, que devalúa políticamente lo que el autor denomina “factores no materiales” (sic). Aunque dudemos de esa denominación, tiene razón Marcuse al reclamar al materialismo histórico más consideración con respecto al “papel de la subjetividad”, a riesgo de convertirse en materialismo vulgar. No hay cambio social radical sin cambio subjetivo; evitar sucumbir a la cosificación del capitalismo es rehabilitar esa subjetividad, irreductible a toda idea burguesa. Antes bien, se trata de promover una «subjetividad liberadora» que desborda o trasciende su específica situación de clase. La lógica interna de la obra culmina en la irrupción de otra sensibilidad y otra racionalidad, que desafían las instituciones sociales dominantes. Al componente afirmativo de la sublimación estética, pervive la función crítica, mostrando las potencialidades reprimidas del ser humano. No se cancela la denuncia, sino que se anuncia una promesa de reconciliación y esperanza, que todavía “conservan la memoria de las cosas pasadas”[xxii]. El contenido convertido en forma, cuestiona una conciencia realista y conformista, haciendo de la “ficción” la verdadera realidad, esto es, el reencuentro del arte con Eros, la permanencia de los impulsos vitales contra la represión instintual. Así, el imperativo categórico del arte es que las cosas deben cambiar; la necesidad de la revolución, como a priori estético, no exime al arte de su trabajo formal, de su vínculo fundante con categorías artísticas entre las que cabe incluir la «belleza», la «verdad» o la «autenticidad». Es en esas categorías donde una obra encuentra su universalidad concreta, irreductible a la lucha de clases. Si la sociedad está presente en el arte de diversas maneras (como materia representada, como ámbito de posibilidades disponibles de lucha y liberación, como posicionamiento ante la división social del trabajo), de ello no se infiere que no pueda pensarse un cierto margen de autonomía. En todo caso, los grandes artistas rompen con las “servidumbres de clase”, incluyendo su “horizonte ideológico” (que en específicas circunstancias históricas puede tornarse reaccionario o regresivo). Lo que determina el carácter progresista del arte es la propia obra como totalidad: en su contenido y en su modo de expresarlo, que tejen una “rebelión subterránea contra el orden social”[xxiii]. Su fuerza crítico-emancipatoria exige una específica trascendencia con respecto a la praxis política directa. La tesis de la autonomía artística, pues, aleja a Marcuse de una “literatura comprometida” que renuncia a las categorías estéticas -en nombre de una inmediatez política- y a toda estilización (lo cual, en última instancia, es una empresa artística que se autodestruye). A través del individuo, las fuerzas históricas y sociales se hacen visibles: lo justo y equivocado, reaparecen en este orden, y los conflictos sociales quedan inmersos en un juego mayor (“metasocial”) entre individuos y entre individuos y naturaleza.
Por lo demás, en un contexto cultural en el que incluso el “proletariado” aparece “integrado” en términos sistémicos se hace más visible que ninguna clase en particular tiene prerrogativas con respecto al “dar nueva forma a la verdad del arte”. Y si el arte no puede cambiar el mundo por sí solo, puede contribuir a transformar las consciencias y los impulsos de aquellos capaces de cambiarlos. El problema con aquellas posturas que reclaman hablar el “lenguaje del pueblo” es que hoy día ese “pueblo” ha interiorizado a menudo el lenguaje del amo que es exactamente la materia contraria para construir un discurso emancipatorio. Contra la imagen idealizada de un sujeto colectivo específico, Marcuse insiste con la afirmación de que en el capitalismo monopolista el escritor debe crear un lugar crítico que, en condiciones concretas (piénsese en el nacionalsocialismo), para ser radical, puede exigir enfrentarse al “pueblo”, discrepar con éste, incluso a riesgo de ser tachado de “elitista”. Contra un arte doctrinario y propagandístico que salta las convicciones para persuadir, Marcuse exige un arte que no se disuelve en inmediatez, sin por ello perderla de vista, aceptando la tensión entre arte y praxis, la no-identidad entre sujeto y objeto, en el que reside todo el potencial radical del arte y su fuerza subversiva “intraducible”. Así pues, la «trascendencia estética» no remite a ningún desentendimiento con respecto a lo real: exige más bien superar el realismo político y ocuparse de una individualidad irreductible a su concepto burgués. Rechazar al individuo presagia el fascismo: “Solidaridad y comunidad no significan la absorción aniquiladora de lo individual”[xxiv].
Contra los apólogos de una autonomía estética dada por el estilo o la técnica, Marcuse insiste remarcando su dependencia con respecto los materiales culturales socialmente transmitidos. En ese sentido, el arte participa en lo que es y desde ahí cuestiona lo existente. No obstante, contra un inmediatismo que pasa por radical, Marcuse recuerda que ese material es despojado de su falsa inmediatez para convertirse en algo cualitativamente diferente: la creación de formas, o mejor, lo que llama la «tiranía de la forma» en la que ningún elemento debería poder ser sustituido. Aparece así una “necesidad interna” que permitiría distinguir entre obras auténticas e inauténticas. La “destrucción de la forma”, en este orden, no conduce necesariamente a la banalización, tal como pensara B. Brecht, pero sí es cierto que hay una “relación esencial entre la forma estética y el efecto de distanciamiento”. La expresión carente de forma banaliza en tanto suprime la distancia entre discurso establecido y forma estética. Es en esta específica dirección como el autor reivindica la autonomía estética, esto es, como vehículo de una sublimación anticonformista e invención de un mundo ficticio que reestructura la conciencia y permite una representación sensible contraria a la sociedad existente. Así pues, se trata de una intensificación de la percepción que permite decir lo indecible. A la vez que denuncia, la “trans-formación estética” celebra todo aquello que se resiste a la injusticia y al terror. A esas operaciones Marcuse las denomina «mímesis crítica».
“La denuncia no se limita a reconocer el mal; el arte es también una promesa de liberación; promesa que constituye asimismo una cualidad de la forma estética o, con mayor precisión, de lo bello como atributo de la forma estética”[xxv].

Es esa visión de un mundo mejor, naciente de la negación concreta del presente, lo que el autor considera la idea reguladora del arte; una visión que resulta verdadera “incluso tras la derrota”. Y si el arte no es alegre –como alguna vez expresó T. Adorno-, si rechaza el “happy end”, es porque no acepta promesas fáciles, porque no acepta la felicidad como un instante efímero en archipiélagos de dolor, porque continúa protestando contra una realidad que aniquila la alegría y la posibilidad de una libertad efectiva. Reformulando los términos, podemos decir que en el contexto del presente, la experiencia de la felicidad es aquello que resulta si no ilusorio, al menos excepcional, en una existencia desdichada, marcada por los antagonismos.
La obra artística, pues, en su recuerdo de cosas pasadas, alza la promesa. Más que sucumbir a la realidad que denuncia, debe afirmar un mundo posible, irreductible al presente. “La renuncia a la forma estética no suprime la diferencia que media entre la esencia y la apariencia, donde se encierra la verdad del arte y que determina su valor político”[xxvi]. Privar, por tanto, al arte de su forma estética es renunciar a aquella posibilidad de dar forma a –de conformar- otra realidad: “el universo de la esperanza”. En síntesis, la relevancia política del arte reside en su condición autónoma, en su acepción crítica (esto es, como distanciamiento con respecto a lo existente). No hay unidad inmediata entre arte y política sino un vínculo en tensión. Al presente le contrapone la memoria de lo acaecido, pero también de lo otro posible, una esperanza que exige su materialización, esto es, no quedarse en mero ideal. Sin embargo, este imperativo categórico oculto del arte exige, para su realización, algo que excede su ámbito: la lucha política. El recuerdo de la tristeza es también reclamo de una felicidad que la vida dañada ha imposibilitado.
En esta fase, es fácil prever que la belleza tiene su centralidad en la configuración estética. La «dialéctica de lo bello» es tensión entre el consuelo y el dolor. Contra una ortodoxia que rechaza la categoría de belleza por considerarla exclusiva a la “estética burguesa”, Marcuse insiste en la presencia de esa noción en movimientos artísticos progresistas, como un aspecto de la reconstrucción de la naturaleza y la sociedad. La belleza, pues, debe ser posible, ya no como valor de cambio sino como aquello que conecta a la dimensión erótica de la existencia.
“Perteneciente al dominio de Eros, la belleza representa el principio del placer. En consecuencia, pues, se alza contra el principio de dominación que prevalece en la realidad. La obra de arte habla un lenguaje liberador, evoca imágenes liberadoras de la subordinación de la muerte y la destrucción a la voluntad de vivir. Este es el elemento emancipatorio en la afirmación estética”[xxvii].

Si la belleza puede constituir un momento progresivo o regresivo según la totalidad en la que es inscripta, de ahí se deduce que por sí misma no tiene un valor único e invariante: es ambivalente. Es claro entonces que hay una belleza de la negatividad, de la otra realidad que la literatura traza. La belleza recuerda lo que puede ser –incluso contra aquello que nunca se tuvo-, intensificando la rebelión contra lo existente, contra un orden represivo que maldice el erotismo. En ese nivel, el rasgo sensitivo de la belleza se preserva en la sublimación estética. Esa sensualidad tiene poder cognitivo y emancipatorio y no es extraño que la crítica a la belleza sea una forma encubierta de moralismo o una crítica religiosa a la sensualidad vehiculizada por el arte autónomo. Si el arte rescata el conocimiento del concepto abstracto, para remitirlo al reino de la sensualidad, con ello reivindica la “fuerza sensorial de la belleza” que mantiene viva la promesa de felicidad. Quizás sea eso lo que Marcuse nos diga con un rotundo remate: “La auténtica utopía está basada en el recuerdo”[xxviii]. Es en el recuerdo de una belleza diluida en el presente como podemos arribar a la esperanza de otro mundo.
Dicho lo cual, entiendo que estamos en condiciones de señalar algunas conclusiones importantes. En primer lugar, tiene razón José F. Ivars cuando señala que la propuesta revolucionaria de Marcuse es de “emancipación individualista”[xxix] contra los controles ideológicos del capitalismo avanzado. Quizás esa sea una de las consecuencias fundamentales de las totalizaciones realizadas por este autor, que se convierten en aporías cuando no permiten concebir las prácticas resistenciales que se dan en el seno del capitalismo. A ese individualismo estético puede interpretárselo como una «respuesta de desesperación» ante un diagnóstico de generalización de la racionalidad tecnológica, que no sólo deja escaso margen a las intervenciones históricas de índole colectiva[xxx], sino que además confirma la unidimensionalización de la existencia. También podría avanzarse contra la noción de un sujeto instintual preconstituido, que la cultura afirmativa vendría a reprimir. Cabría incluso sospechar de la identificación de lo “auténtico” con un cierto tipo de arte (revolucionario), en el que permanecen resabios esencialistas y también podríamos interrogar el modo en que Marcuse concibe la emancipación misma, que permitiría arribar sin más a una sociedad reconciliada, post-conflictual (lo cual, desde luego, no es algo que pueda presuponerse sin más). Avanzar por esos caminos lleva, sin dudas, a otro horizonte teórico. En términos más rotundos: me obliga a tomar distancia de esta perspectiva teórica. Con todo, en el contexto del presente, sus reflexiones aportan elementos valiosos para elaborar una estética crítica, especialmente, porque contribuye a avanzar contra algunas posiciones que, en nombre de un compromiso de izquierdas, cuestionan toda belleza como forma de connivencia con lo establecido.
A pesar de las distancias teóricas que pudiéramos tener con el autor comentado, su trayectoria en el campo de la “teoría crítica” (por usar una categoría de M. Horkheimer) no resulta controvertida. Los planteos de H. Marcuse nos permiten reivindicar cierta forma de belleza como aquella posibilidad que en el mundo del presente resulta vedada a las mayorías sociales. Invocar aquí esta teoría, sin embargo, no constituye un recurso de autoridad, sino que más bien remite a un tejido argumentativo que posibilita tomar distancia de todo reclamo de inmediatez, en nombre del cual se diluye la especificidad de lo estético, incluso repudiando la idea misma de belleza, como momento parcial pero efectivo de dicha especificidad. Una vez más: el llamado a la praxis política no puede ser invocado de forma válida para eximirse del trabajo de la forma ni mucho menos para lanzar una prohibición castradora bajo pretexto de complicidad burguesa. En este sentido, el uso estratégico de las reflexiones de Marcuse –efectuadas décadas atrás- permite señalar riesgos y simplificaciones que siguen operando en el campo artístico presente. Desde luego, podríamos usar otros teóricos frankfurtianos para mostrar resultados análogos.
Me conformaré, sin embargo, con referirme de forma sumaria al “excursus sobre Odiseo”, efectuado en Dialéctica del Iluminismo, de Adorno y Horkheimer. La objeción histórica que puede formularse a ese excursus (a saber: que la racionalidad instrumental moderna no es extrapolable sin más al mundo antiguo) no impide recuperar esas reflexiones desde un ángulo diferente, como metáfora de una determinada sociedad de clases.
Repasemos brevemente los argumentos de Adorno y Horkheimer: el astuto Odiseo apela a algunos ardides para engañar a los dioses y regresar a su Itaca añorada. Escapa de los Cíclopes haciéndose pasar por nadie, embaucando a la diosa ciclópea. A la ingenuidad divina Odiseo responde con una estratagema nominalista, logrando escapar de su confinamiento. Nuestro héroe, en su huída por el mar, se hace atar por sus remeros, para resistir sin naufragar al bello encanto de las sirenas. Si por un lado logra escuchar su canto embelesador, esa escucha no pasa de ser un goce efímero. La felicidad que ese canto promete, en última instancia, queda excluida. En la argumentación de los autores, en la sociedad burguesa se reproduce un proceso similar: se realiza la renuncia a lo bello, como instancia duradera, al poner como imperativo el dominio de la naturaleza y, por extensión, del ser humano.
Homero es exponente de esta fusión entre mito e iluminismo: en la aventura de su héroe, Odiseo no sólo no se entrega a lo desconocido sino que lo nomina para establecer un poder racional sobre esta realidad desencantada, sustraída de toda magia. El fin de la autoconservación -llegar a la patria en la que él es propietario- termina haciendo imposible un goce que no sea meramente efímero. Su extrañamiento con respecto a la naturaleza y su intento de dominarla implican renunciar a la belleza, comprometida en toda dicha posible, como insistieron algunos filósofos como F. Nietzsche.
Este personaje épico encarnaría, en términos globales, la metáfora de la separación entre arte y sociedad burguesa: el canto representa una felicidad perdida; escuchar el canto es perderse de la condición actual. Pero Ulises desea volver para no perder sus privilegios; no quiere renunciar a su posición de amo –y para ello termina renunciando a sus emociones-. Amo y esclavos sobreviven. Pero mientras el primero resigna la felicidad perdurable a la que podría acceder si se dieran otras condiciones, en el caso de los esclavos, ni siquiera pueden acceder a esa felicidad efímera (pues como en la narración queda manifiesto, ni siquiera pueden acceder a dicho canto embelezador).
Burlar la belleza que está ahí –vivida como perdición- es mantenerse en el rumbo previsto, que es también un rumbo sacrificial. El amo que domina queda atrapado por las amarras de la dominación, que vuelve contra sí. La desigualdad entre el amo y el esclavo es indisimulable, pero ambos pierden la belleza, transformada en una cuestión estética recluida (el arte como esfera puramente autónoma y desconectada de la vida) y con ello, una vez más, se convierte en sacrificio de la felicidad: ser un consuelo en la miseria extendida, una isla sublime en un continente hundido.
La astucia de Odiseo es contracara subjetiva de la falsedad objetiva del sacrificio. Sobrevive, pues, por una racionalidad instrumental que hace de lo emocional algo peligroso. Como consecuencia de esta racionalidad del dominio, lo que termina excluyéndose es la diferencia en su independencia. Dicho lo cual, es evidente que los autores no están planteando una renuncia radical a toda forma de belleza ni mucho menos. Antes bien, lo que estos autores cuestionan es la condición efímera de la belleza en este orden social concreto. La apuesta por otra sociedad, entonces, es también, apuesta por una belleza diferente, por un esplendor que no se apague tras la aventura negada (en cuanto incursión en lo desconocido) por un sujeto heroizado como Odiseo, que bien podría ser también la no-aventura del gentil hombre que admira un Picasso unos instantes antes de comercializarlo en una galería de arte y reconvertir su capital cultural en capital económico en la Bolsa.

III. El deseo de una escritura

Las reflexiones efectuadas en estas notas sobre la belleza artística no pretenden ser más que trazas incompletas (y todas lo son) de una estética que asume los riesgos de la estetización, sin renegar de su aspiración a cierta belleza negada en el mundo cotidiano presente. Aún así, puede contribuir a disipar el equívoco que presupone que un arte crítico debe por principio excluir toda experiencia de belleza. En todo caso, esas experiencias –en cuanto coexistentes con experiencias del sufrimiento-, contribuyen a mostrar una distancia radical entre lo real y lo añorado. Esa añoranza incluye la legítima aspiración a la felicidad –aunque, en última instancia, sea una aspiración siempre diferida-, que supone también el acceso a lo bello. Por tanto, en determinadas constelaciones artísticas, la belleza se convierte en denuncia de lo existente, marcado -entre otras cuestiones- por la reclusión de lo bello a los fantásticos mundos de las industrias culturales. Ciertamente, en el marco de un horizonte crítico, la belleza no es ni debe ser el valor estético por excelencia: lo ominoso, lo repugnante, lo grotesco, lo feo, lo caricaturesco, también informan sobre nuestra sociedad de clases. Una sociedad deseable no es una sociedad donde gobierna lo bello sino lo justo. Contra todo esteticismo político, cabe reafirmar con firmeza una política de la justicia y la igualdad humanas.
No obstante, una belleza material (no desconectada de un conocimiento de las condiciones presentes) puede activar, por retomar la expresión de Marcuse, el anhelo de los rebeldes sin por ello tranquilizarlos. Esa añoranza es tan real como la desesperación. Pero mal podría movilizarnos en términos políticos una estética que se compusiera de forma exclusiva sobre el desconsuelo del mundo. A ese desconsuelo bien se lo puede impulsar con una promesa estructuralmente irrealizable bajo las condiciones del capitalismo globalizado, pero no de toda condición política posible.
Hacer imaginables esas condiciones diferentes de existencia es producir lo artístico como intervención político-utópica, como poiesis dispuesta a mostrar la contingencia del mundo actual imaginando comunidades deseables. En esa labor estético-política, la esperanza de belleza ocupa un lugar crucial, aunque no exclusivo ni excluyente. Puede que entonces la belleza pierda esa condición predominante de medio de disimulación y constituya una forma específica de conmoción. Ese mundo porvenir no será acceso a una transparencia final –propia de una sociedad reconciliada, sin conflictos, donde el arte se limita a reflejar el advenimiento de lo nuevo-, sino asunción de la autonomía humana, de la capacidad del ser humano de reinventarse de forma radical, tal como lo hizo en algunas ocasiones históricas[xxxi].
Pero incluso más allá de aquello que está porvenir, más que nunca, ante el horror, ante la escandalosa naturalización del escándalo –la masacre silenciosa, la guerra extendida como negociado, el hambre como contracara de la opulencia, las pandemias evitables, la marginalidad convertida en ley, las injusticias permanentes y la desigualdad absoluta- también cabe luchar por recuperar una belleza expropiada, una promesa de goce estético que nace de las fracturas de lo existente y que apunta a dislocarlo de forma radical. Tal es uno de los deseos de una escritura poética que parte del reconocimiento de que después de Auschwitz e Hiroshima, aunque quisiéramos, no podemos no escribir: quizás más que nunca, necesitamos seguir soñando una belleza posible.
Arturo Borra
[i] Valente, J.A., Obra poética II, Material memoria, Alianza Literaria, Madrid, 2001, p.234.
[ii] Rilke R. M., Las elegías de Duino, Hiperión, Madrid, 1999, p. 15.
[iii] Tomo aquí las reflexiones realizadas en H. Marcuse, “Acerca del carácter afirmativo de la cultura”, en Cultura y sociedad, Sur, Buenos Aires, 1967.
[iv] Al referirse a la «cultura afirmativa», dice Marcuse: “A la penuria del individuo aislado responde con la humanidad universal, a la miseria corporal, con la belleza del alma, a la servidumbre extrema, con la libertad interna, al egoísmo brutal, con el reino de la virtud del deber. Si en la época de la lucha ascendente de la nueva sociedad, todas estas ideas habían tenido un carácter progresista destinado a superar la organización actual de la existencia, al estabilizarse el dominio de la burguesía, se colocan, con creciente intensidad, al servicio de la represión de las masas insatisfechas y de la mera justificación de la propia superioridad: encubren la atrofia corporal y psíquica del individuo” (Marcuse, H., op.cit.).
[v] Los antiguos, por el desarrollo precario de las fuerzas productivas, no imaginaban la posibilidad de una felicidad material colectiva. De ahí que pensaran que sólo en la filosofía los humanos podían encontrar lo bello, lo verdadero y lo bueno. Pero la economía capitalista, a la vez que hace factible en términos técnicos esta aspiración (la de una felicidad material colectiva, posibilitada por una voluntad política), despliega una cultura que recluye la felicidad a un logro interno, sin pujar por otras formas de distribución de las mercancías. La sociedad opulenta a la vez que muestra posibilidades ilimitadas de consumo, construye una cultura que obstruye el ideal mismo de igualdad material, por idealizarla -es decir, por hacerla abstracta, al situarla en el reino del alma. Tal es, según el autor, “la mala conciencia de la burguesía”. En suma, la falta de felicidad no es un problema metafísico sino producto de una modo específico de institución de la sociedad.
[vi] Algo análogo planteaba Walter Benjamín cuando cuestionaba la “estetización de lo político” efectuada por el nazismo, a lo que replicaba con una “politización del arte” por parte del comunismo (cf., Benjamín, W., La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica, Madrid, Taurus, 1991). También allí sostenía: “Todos los esfuerzos por un esteticismo político culminan en un solo punto. Dicho punto es la guerra. La guerra, y sólo ella, hace posible dar una meta a movimientos de masas de gran escala, conservando a la vez las condiciones heredadas de la propiedad. Así es como se formula el estado de la cuestión desde la política”.
[vii] Marcuse, H., op.cit., p.55.
[viii] Marcuse, H., op.cit., p.69.
[ix] No sería difícil mostrar cómo ciertas poéticas actuales -p.e. aquellas que se refugian en cierto lirismo romántico e intimista, en la pureza del juego musical perdiendo de vista las correlativas configuraciones de sentido o incluso en un pseudomalditismo académicamente rentable-, desconectan a los sujetos de sus contextos sociales, políticos, económicos y culturales, culminando en construcciones estéticas más o menos inocuas y acríticas. A menudo, estas poéticas idealistas -que desconectan poesía y sociedad- constituyen al poeta en una especie de sujeto épico.
[x] En un importante texto centrado en la pregunta que antaño formulara Lenin con respecto a qué hacer, Derrida nos recuerda una vez más la necesidad política de soñar. No hay cambio –sea revolucionario o reformista- que no se ampare en un sueño, en la posibilidad de imaginar lo porvenir. La diferencia radical que media entre Lenin y Derrida es que, mientras para el segundo la distancia entre lo real y lo soñado resulta insalvable, abriendo a una política de la justicia, para el primero tal distancia es susceptible de ser suturada, abriendo camino al riesgo totalitario. “Puesto que mi intención no consiste, ni aquí ni en otros lugares, en hacer la apología de Marx o de Lenin, mucho menos del marxismo-leninismo en bloque (es fácilmente imaginable que la cosa no me interesa mucho), apenas sitúo con una palabra el lugar en que Lenin, a su vez, sutura sea la pregunta «¿qué hacer?», sea esta posibilidad radical de distinción sin la que no hay ni pregunta «¿qué hacer?», ni sueño, ni justicia, ni relación con lo que viene en cuanto relación con el otro; y esta sutura o esta saturación condena a la fatalidad totalizante y totalitaria tanto a los revolucionarismos de izquierda cuanto a los de derecha. Pues Lenin mide el desfase con el metro de la «realización», es la palabra que él emplea, mediante el cumplimiento adecuado de lo que él llama el contacto entre el sueño y la vida. El telos de esta adecuación suturante -de la que traté de mostrar de qué manera cerraba igualmente la filosofía o la ontología de Marx- clausura el porvenir de lo que viene. Prohíbe pensar lo que, en la justicia, supone siempre inadecuación incalculable, disyunción, interrupción, trascendencia infinita” (Derrida, J., “¿Qué hacer de la pregunta «¿Qué hacer?»?”, en El tiempo de una tesis. Desconstrucción e implicaciones conceptuales, Proyecto A Ediciones, Barcelona, 1997.
[xi] Un desarrollo teórico sobre el «materialismo cultural» puede consultarse en Williams, R., Marxismo y literatura, Península, Barcelona, 1980.
[xii] Dentro de la primera generación de intelectuales de esta heterogénea línea teórica –no exenta de debates internos más o menos persistentes-, también suelen situarse a autores como Pollock, Horkheimer, Benjamin, Reich, Fromm y Marcuse. En el caso de estos dos últimos autores terminaron distanciándose de este círculo, entre otras cuestiones, por diferencias interpretativas con respecto a algunos autores como Freud y Heidegger (aunque, desde luego, este distanciamiento no se haya producido sólo por razones teóricas).
[xiii] La noción de «poder» ha sido reformulada de forma radical por M. Foucault, cuestionando las interpretaciones más comunes del poder como “aparato de estado” o como “fuerza puramente represiva”. El desarrollo teórico alternativo de esta categoría puede consultarse en Foucault, M., Historia de la sexualidad, Tomo I, Siglo XXI, Buenos Aires, 1997, especialmente, el capítulo “El método”. Del mismo autor, cf., Vigilar y Castigar, Siglo XXI, Buenos Aires, 1989, así como Tecnologías del yo, Paidós, Barcelona, 1990.
[xiv] Remito aquí a El hombre unidimensional, Seix Barral, Barcelona, 1968.
[xv] En su Teoría estética (Orbis, Barcelona, 1983), Adorno nos dice: “En la aparición de algo inexistente, como si existiera, es donde encuentra su piedra de escándalo la cuestión sobre la verdad del arte. Por su misma forma está prometiendo lo que no existe y formulando objetivamente la exigencia, por precaria que sea, de que eso, por el hecho de aparecer, tiene que ser posible” (p. 114). El deseo de belleza no es sino el deseo del cumplimiento de lo prometido, pero todo arte flota sin garantías de cumplir su promesa objetiva. “Cualquier teoría del arte tiene que ser también su crítica. (...) El crédito de las obras de arte se torna en préstamo de una cierta praxis que todavía no ha comenzado y de la que nadie sabría decir si honra su propio cambio” (p.116).
[xvi] No pretendo con estas líneas abordar la problemática de las vanguardias artísticas, sino referirme específicamente a aquellos ideales que éstas pusieron en cuestión, pese a su reinclusión posterior como mercancías culturales legitimadas socialmente a partir, paradójicamente, de su rótulo de “vanguardias”.
[xvii] Adorno, T., Minima Moralia, Akal, 2006, Madrid, p. 55.
[xviii] Dicho artículo fue publicado en la revista “New Left Review 74” (Julio-agosto de 1972), pp. 51-58.
[xix] Marcuse, H., La dimensión estética. Crítica a la ortodoxia marxista. Biblioteca nueva, 2007, Madrid.
[xx] Marcuse, H., op. cit., p. 55.
[xxi] Contra aquellos que presuponen la validez de ciertas enunciaciones por su remisión a un sujeto de clase privilegiado, Marcuse responde: “El hecho de que una obra artística represente con veracidad los intereses y opiniones del proletariado o de la burguesía no la convierte, sin embargo, en una auténtica obra maestra” (Marcuse, H., op. cit., p. 68).
[xxii] Marcuse, H., op. cit., p. 64.
[xxiii] Marcuse, H., op. cit., p. 71.
[xxiv] Marcuse, H., op. cit., p. 84-85.
[xxv] Marcuse, H., op. cit., p. 91.
[xxvi] Marcuse, H., op. cit., p. 95.
[xxvii] Marcuse, H., op. cit., p. 103.
[xxviii] Marcuse, H., op. cit., p. 110.
[xxix] Marcuse, H., op. cit., p. 12.
[xxx] El frenazo de los movimientos políticos revolucionarios ante los múltiples reformismos en las primeras décadas del S. XX, indudablemente, repercutió de forma notoria en la producción marcusiana, contribuyendo a situar el «arte auténtico» -producto de una «cultura del alma»- como uno de los pocos resquicios crítico-utópicos ante ese estado de cosas, posibilitando el libre desarrollo del individuo. Al respecto, señala José F. Ivars: “El individualismo de las soluciones se corresponde con el pesimismo de las concesiones, y a un nivel más profundo con la sintomática desconfianza marcusiana hacia los proyectos organizativos de cuño obrerista, al margen de sus tenaces recurrencias a la consciencia revolucionaria” (op. cit., p. 23).
[xxxi] Para una reflexión al respecto, cf., Castoriadis, C., El mundo fragmentado, Altamira, Buenos Aires, 1993. Tal como argumenta este filósofo, no hay ninguna instancia extra-social (o algún Mesías) que garantice cambio alguno. Sólo la humanidad puede auto-transformarse: ni la Historia, ni la Naturaleza, ni la Razón o algún otro equivalente divino, constituyen fundamentos de lo social que permitan prefigurar una dirección colectiva o una ascensión histórica.

jueves, 2 de agosto de 2007

«Poesía, crítica y acción instituyente», Arturo Borra

“Toda nueva obra de arte, para serlo, se ve expuesta al peligro del fracaso total”.
T. Adorno

-I-

En alguna ocasión, T. Adorno –uno de los exponentes más célebres de la Escuela de Frankfurt- cuestionó la legitimidad misma de seguir escribiendo poesía: tras Auschwitz -como símbolo de una sociedad que ha industrializado la muerte- la escritura de un poema es “cosa barbárica” (sic)[i]. Posteriormente, este autor rectificó su enunciado, generalizando el cuestionamiento: el sufrimiento también tiene derecho a decirse a través de la poesía; lo que en cambio conviene preguntarse es si se puede seguir viviendo después de Auschwitz[ii]. La pregunta, por más retórica que sea, no oculta su potencia crítica: después de acontecimientos históricos traumáticos de gran magnitud como los acaecidos en el S.XX, ya no debemos permitirnos una presunta ingenuidad. No hay inocencia posible del arte y la felicidad política (traducida en el ideal artístico de la pura armonía) es desconocimiento de la penuria del mundo.

“La legitimación social del arte es su asocialidad. Para conseguir la reconciliación las obras de arte auténticas tienen que borrar cualquier recuerdo de reconciliación. Tampoco existiría esa unidad, en la que no faltan elementos disociativos, si no existiera la vieja reconciliación. Las obras de arte, a priori, son socialmente culpables, mientras que cada una de ellas, que merezca tal nombre, trata de borrar su culpa”[iii].

¿Cómo puede borrarse esta culpabilidad? En principio, logrando la constitución del arte como «mónada» irreconciliable, constelación desgarrada que objetiva un orden social antagónico. Esta objetivación poética, por lo demás, permite hacer manifiestas las raíces históricas y sociales del dolor.
Ahora bien, si el arte conmueve, si muestra la finitud del sujeto así como el desgarramiento de la sociedad, no es por su apelación a la ilusión de inmediatez. El deseo de transformación no dispensa a las obras de arte de su «ley formal»[iv]. La realidad conocida –las injusticias históricas-, al ser dramatizada de forma innovadora, permite destruir la unidad del sentido y es esa destrucción de una espuria unidad -antes que un abstracto compromiso- lo que constituye la condición crítica de las producciones artísticas[v].
La «estética de la conmoción», en este sentido, no reniega de su estilización: evita el mero placer estético, al apelar a la disonancia, pero no prescinde de técnicas específicas que permiten elaborar esa mercancía cultural que, en estas sociedades, toda obra de arte constituye. Pero esa específica mercancía tiene la peculiaridad de resistirse a su fetichización, cuestionando su subordinación a fines mercantiles -a través de la reivindicación de su inmanencia-, sin por ello recaer de forma obligada en variantes esteticistas[vi].
Una obra de arte se resiste a su incorporación a las industrias culturales en tanto acentúa su distanciamiento con respecto a las formas sancionadas de la conciencia pública. Si esto es cierto, la comprensibilidad universal no es sino una forma de ceder a aquello que hay que cambiar, esto es, a formas de conciencia cosificadas, cristalizadas incluso en el lenguaje cotidiano. Desautomatizar el lenguaje es dar lugar a lecturas que se enfrenten a los límites de la comprensión cotidiana, produciendo un efecto de extrañamiento que reactive la contingencia del mundo social presente. Un proyecto poético crítico que prescinda de una crítica del lenguaje, de forma involuntaria, tiende a reintroducir lo que pretendía cuestionar: la naturalización de ciertas categorías de percepción y pensamiento, que permiten la reproducción simbólica de esta sociedad.
Adorno en este punto es rotundo: una estética de la conmoción no tiene por qué devenir realismo estético[vii]. Es erróneo suponer que la única (y mejor) estrategia posible para responder a esta culpabilidad es la apelación a una filosofía artística que considera suficiente la remisión especular de un sujeto a una realidad preconstituida. Esta remisión representa al sujeto (poético) como espejo –más o menos distorsionado- de una situación que él meramente padecería, omitiendo su participación efectiva en la producción y reproducción del mundo social, que incluye la interpretación específica de ese mundo y su evaluación bajo la forma de juicios de valor[viii]. La condición cognoscitiva del arte reside menos en esta capacidad reflejante que en su recuperación de la escritura inconsciente de la historia por parte de los sujetos, en la recordación de lo reprimido e incluso en el anuncio de otras posibilidades históricas, entre las que juega un papel central la fantasía de justicia (como deseo de la obra artística de un mundo mejor). El arte toma lo empírico y lo subvierte: “Sólo mediante esta transformación, y no porque sea una fotografía siempre falseante, le da lo suyo a la realidad empírica, la epifanía de su esencia oculta y el merecido horror ante ella como ante el desorden”[ix].
En este marco, no pretendo reconstruir de forma exhaustiva la estética negativa de Adorno[x], sino tomarla como un caso específico que permite cuestionar la expansión del realismo estético –dentro del campo literario español-, como única alternativa poética legítima frente al formalismo extendido dentro de círculos oficiales. Ambas estéticas caen en el error de reducir los tropos y figuras retóricas a una mera función ornamental, desconociendo su productividad semántica. Si el formalismo reduce lo metafórico a un recurso de embellecimiento del discurso poético, el realismo lo reduce a una forma de ocultación de una literalidad primigenia. En ambos casos, se desconoce el valor de lo metafórico como productor de nuevas significaciones y conocimientos, inaccesibles por otra vía[xi]. No es preciso desertizar los jardines para producir una poética valiosa; siempre podemos desbrozar aquellas regiones muertas del lenguaje.
Si una estética formalista se desentiende del sentido de los juegos poéticos –incurriendo habitualmente en construcciones retóricas vacías y en la variación ad infinitum de algunas fórmulas tópicas desgastadas-, el riesgo inverso de una estética realista es desatender el registro poético, reclamando un (imposible) lenguaje transparente que no es sino naturalización de un universo ideológico específico[xii]. Sin desconocer la «multiacentualidad del signo» (Voloshinov) –que permite hacer una reapropiación del lenguaje coloquial para resemantizarlo de forma radical-, apenas si es preciso remitirse a la semiótica o al análisis del discurso para sostener que la «claridad» no es tanto una propiedad textual como una relación de inteligibilidad que se construye entre enunciador y destinatario. Cuando más próximos son los universos discursivos de los interlocutores más claridad adquirirá la comunicación (literaria o no). Dicho en otros términos, cuanto más distancia exista entre una poética (o una estética) y los discursos hegemónicos[xiii], mayor será la opacidad resultante. No hay discurso (poético) transparente; la presunta claridad del realismo es producto de su afinidad lexical con los discursos socialmente sedimentados -aunque esa afinidad puede ser irónica-.
La incongruencia entre horizontes de interpretación, en todo caso, marca una distancia (aunque no siempre suficientemente crítica) con respecto a lo cotidiano. De ahí también el derrumbe de una estética de la simplicidad como imperativo crítico. Si bien las consecuencias estilístico-semánticas de estas afirmaciones son múltiples, me conformaré con señalar que, desde una perspectiva crítica, el realismo estético (como réplica estratégica al formalismo más o menos oficial) ha perdido toda obligatoriedad e incluso muestra límites evidentes al momento de imaginar otras comunidades deseables.

-II-
La crítica frankfurtiana a la conciencia reificada señala la existencia de formas de conciencia asimiladas al presente orden social: la conciencia constituye a la vez tanto una superficie de reconocimiento como de desconocimiento. De ahí que más que promover una genérica “toma de conciencia”, se trata de cambiar las formas actuales de conciencia. En segundo lugar, iluminar la experiencia desde una conciencia crítica, aunque puede ser esclarecedor, no conduce necesariamente a generar efectos políticos transformadores. A la pregunta adorniana con respecto a si se puede seguir viviendo después de Auschwitz, habría que responder en un doble nivel: la primera respuesta es que, efectivamente, tras esa experiencia, la humanidad ha experimentado un nuevo estado de regresión histórica. No resulta válido ejercer un abstracto humanismo en el cual la dignidad e igualdad humanas se dan como hechos universales realizados[xiv], cuando más bien tal dignidad e igualdad aparecen como resultados de una conquista social y política concreta. Puede ciertamente incluirse la práctica de una escritura literaria crítica como parte de estas intervenciones emancipatorias. Pero hay que señalar al mismo tiempo su insuficiencia radical como instrumento de cambio, lo que invita a articular esta intervención discursiva con otras intervenciones (literarias y extraliterarias) de dirección análoga.
La segunda respuesta es más drástica: efectivamente, no sólo se puede seguir viviendo después de Auschwitz, sino que además, de hecho, se vive sin remordimientos, esto es, sin conciencia desdichada. Aquí no se trata de apelar a una supuesta “inconsciencia” con respecto a los males impartidos. Es la extensión de una conciencia cínica, que sabe el mal que imparte y, sin embargo, no se priva de seguir impartiéndolo. En el campo estético, esto significa que la concienciación como procedimiento poético sólo es políticamente eficaz en un mundo social donde el saber (de la injusticia) compromete a la acción (transformadora). En nuestra cultura contemporánea, sin embargo, no ocurre nada semejante. El cinismo, más o menos difuso, hegemoniza nuestras sociedades.

“El sujeto cínico está al tanto de la distancia entre la máscara ideológica y la realidad social, pero pese a ello insiste en la máscara. La fórmula, como la propone Sloterdijk, sería entonces: «ellos saben muy bien lo que hacen, pero aun así, lo hacen». La razón cínica ya no es ingenua, sino que es una paradoja de una falsa conciencia ilustrada: uno sabe de sobra la falsedad, está muy al tanto de que hay un interés particular oculto tras una universalidad ideológica, pero aun así, no renuncia a ella”[xv].

No puedo explayarme aquí con respecto a los alcances del cinismo como configuración cultural hegemónica en nuestras sociedades contemporáneas. Con todo, lo dicho basta para indicar que la crítica radical (desde unas poéticas específicas) no deviene por necesidad en práctica radical (de sus lectores), lo que no niega que pueda producir determinados efectos de sentido. Más todavía: la conciencia cínica, apelando a fórmulas retóricas acerca de lo inevitable del proceso histórico y lo imposible de caminos alternativos, termina justificando lo existente, aun cuando admita el mal presente. La razón cínica resulta impermeable a la crítica del presente. Al menos de forma provisional, es plausible concluir que ante esta situación inquietante, ninguna poética en particular alcanza para desestabilizar la predominante conciencia cínica: ante la denuncia del sufrimiento, se responde con indiferencia; ante el mal impartido se responde con una carcajada que significa lo real como cosa inexorable.
Frente a la insuficiencia radical de todas las estrategias estéticas de subversión, no hay razones para aferrarse de forma esencialista a una en particular. Una política heterodoxa de proliferación poética, en principio, resulta más apropiada para afrontar algunas problemáticas del presente. No se trata, sin embargo, de promover un sincretismo estético, sino de reivindicar un estricto pluralismo unificado por el ejercicio de la crítica[xvi]. En otras palabras: por más apremiante que resulte el esclarecimiento crítico, si de lo que se trata es de movilizar al sujeto y no simplemente aumentar su conciencia del mal existente[xvii], entonces, habrá que desplegar estrategias poéticas plurales que incrementen su eficacia política (por lo demás, inevitablemente limitada). Quizás por eso, como sostuvo Kafka, “...importaría no sólo hacer vacilar las conciencias, sino también los pies”[xviii].
De ahí también la necesidad de ampliar el arsenal de instrumentos críticos para conmover (solicitar) los cimientos mismos de nuestras constituciones como sujetos sociales. En este sentido, la apelación a lo ininteligible, la redescripción metafórica (enlazando elementos aparentemente inconexos), la distancia lexical con respecto al mundo cotidiano, la ruptura o la fragmentación sintácticas, la problematización de lo evidente, la interrogación por una intimidad desgarrada, la reintepretación de lo trivial, la irrupción de lo fantástico, el cuestionamiento del sentido común cotidiano, la atención a lo inadvertido, la imaginación de otras comunidades posibles, la descripción de experiencias vitales en las condiciones del presente y el reenvío de lo conocido a lo desconocido, entre otras cuestiones, son algunas operaciones poéticas (susceptibles de complementación) que permiten interpelar a los individuos como lectores críticos. Pero dista de ser evidente que la poesía deba restringirse a una crítica del presente, tarea que además comparte con otros campos simbólicos, como las ciencias sociales o la filosofía. Puesto que toda institución social efectiva encarna en unos sujetos concretos, indagar sobre esos sujetos (y sus universos vivenciales) es reflexionar, por implicación, sobre la institución encarnada.
No obstante, no es el campo de los objetos poetizables lo que define la condición crítica: antes bien, remite a la propiedad (textual) de especificar límites concretos a determinadas configuraciones. Dicho en términos generales, es el modo de tratamiento estético lo que determina la constitución crítica de una poética: la capacidad de renovación de la mirada (o, si se prefiere, el poder de cambiar un «régimen de visibilidad», por decirlo con Foucault), de cuestionar las percepciones cotidianas acerca del mundo social efectivo, de arriesgar nuevas y más fecundas lecturas sobre lo real, poniendo de manifiesto los límites de determinadas interpretaciones socialmente legitimadas. En suma: produciendo sentidos desestructurantes con respecto a ciertos imaginarios sociales que sostienen la realidad efectiva. El problema del panfletarismo poético, en este sentido, no es su exceso de crítica, sino su incapacidad para desplazarse de ciertos clichés ideológicos: a partir de una acepción estrecha de la crítica, repite fórmulas que a priori ya resultan aceptables (para las comunidades de pertenencia). Lo mismo puede sostenerse con respecto a la condición política de lo poético: no es la temática (p.e. la pobreza, la marginalidad, la explotación o el capitalismo) lo que determina la condición política de un texto, sino el tipo de vínculo que plantea con respecto a la institución social en conjunto, al menos bajo tres aspectos.
En primer lugar, un texto poético (tomado como totalidad significativa) delimita, de forma más o menos implícita, una forma de sociedad deseable (una utopía más o menos determinada), que compromete con cierto tipo de política. En segundo lugar, a grandes rasgos, cada poética especifica un modo de relación del sujeto con sus condiciones de existencia. Cuando una poética, por ejemplo, describe la cotidianeidad desde el malestar, no necesariamente está reactivando su momento político: sólo lo hace cuando establece esa cotidianeidad como producto, como institución social concreta[xix], de la cual el propio sujeto es, en cierta medida, co-responsable[xx]. Visto así, son perfectamente imaginables las alusiones a “paisajes” del capitalismo desde un horizonte reaccionario, en tanto son presentados como fatalidades metafísicas más que como resultado de prácticas políticas, direccionadas por las clases dominantes. En tercer orden, cada poética selecciona de forma estratégica y según pautas de pertinencia determinada, ciertos campos referenciales para constituirlos como objetos poéticos, (re)produciendo tanto una imagen específica del mundo -que colabora en su reafirmación o en su negación concreta-, como un inventario de los elementos que son relevantes o irrelevantes en ese mundo.

-III-
La relación entre lo poético y lo político, sin embargo, es esquiva: opera en múltiples niveles que no resultan fáciles de desentrañar. En todo caso, es erróneo suponer que la poesía puede desligarse de lo político de manera opcional. Como anticipé, la enunciación poética presupone la remisión del sujeto a unas condiciones sociales e históricas de producción, que lo sitúan en una posición específica desde el cual enuncia, incluso previo a toda idea que se pudiera formular en un poema o en una obra. Esa posición ya supone un lazo político: no sólo las ideas que tiene con respecto al mundo social (incluyendo su modo de funcionamiento y las demandas de justicia que pudiera hacer), o las ideas que tiene con respecto al sí mismo como agente (esto es, como sujeto actuante), sino también las específicas relaciones ideológicas desde la que formula un texto. Sin el reenvío de un texto al contexto histórico-social, su significación misma resulta inaccesible[xxi]. Más todavía: en la propia selección de los materiales artísticos (en este caso, del lenguaje usado) con los que se poetiza está operando ya esta dimensión instituyente que define la especificidad de lo político. Cada poeta decide qué alumbrar del continuo de la experiencia histórica. Ahora bien, ese lazo político es variable: puede llamar a un retorno a la naturaleza, a un desentendimiento de lo común, a una consagración de lo tecnológico, a una celebración de lo revolucionario, a una aceptación resignada del presente, etc. Las diversas poéticas atestiguan estas variaciones: marcan posicionamientos estéticos e ideológicos de forma inseparable.
Los argumentos precedentes son suficientes para sostener, en esta fase de la reflexión, que el valor de una poética no puede determinarse de forma válida por su mera condición política, puesto que toda poesía es política, aunque más no sea denegatoria. En particular, determinar el valor poético por su pertenencia a un horizonte político determinado es reduccionista, en tanto niega toda autonomía relativa al campo artístico. Lo que es peor: no permite distinguir –al interior de ese horizonte- siquiera entre producciones literarias de diferente rango o calidad estética, como si no hubiera textos poéticos más elaborados y logrados que otros.
Podemos identificarnos con determinadas orientaciones políticas, pero su alusión (más o menos directa y formulaica) no acrecienta el valor de la poética en cuestión. La evaluación estética exige otras dimensiones de valor, de las que no debería excluirse de forma irreflexiva las regulaciones internas al campo literario. Una teoría estética deconstruida por sí sola no funciona más que como orientación negativa: nos dice lo que hay que evitar, pero deja abierta múltiples alternativas que por sí solas no necesariamente resultan superadoras. Incita a un trabajo reconstructivo que, en buena medida, está por hacer. En este sentido, los debates relativos a aquello que constituye lo literario, lejos de estar clausurados, mantienen su vigencia intacta.
Si lo que nos interesa es producir una poética comprometida con una política de izquierdas, pero que evite a su vez sus tópicos, sus esquematismos clasistas –ciegos a otras formas de antagonismo social[xxii]- y su despreocupación habitual por la reflexión sobre los géneros y las formas literarias[xxiii], resulta apremiante producir debates en el registro específicamente estético, sin el típico menosprecio que el discurso político muestra por el discurso poético (incluso por parte de algunos “poetas comprometidos”). No es válido ser críticos con todo menos con nosotros mismos y nuestras intervenciones estéticas.
La crítica legítima de ciertos juegos poéticos –denunciados por conformistas, complacientes, superficiales o resignados- no habilita a una impugnación de todo juego poético en general[xxiv]. Tal impugnación no sólo incurre en una incoherencia pragmática fundamental, sino que además, no deja más remedio que dedicarse a otras prácticas, como ocurre con uno de los personajes del Leviatán de Paul Auster. Si esto es así, lo interesante de debatir no es si hacemos poética política, sino qué clase de poética política estamos creando. Es difícil suponer que pueda haber poesía revolucionaria –si es que la hay en una sociedad conservadora- sin una auténtica experimentación con los materiales, técnicas y sentidos literarios. Una poesía que formalmente no reclama cambio alguno difícilmente puede alumbrar lo diferente[xxv].
No hay poesía auténtica que no requiera un riesgo. Difícilmente ese camino pueda tener la misma «rentabilidad simbólica» -por usar una expresión de P. Bourdieu- que las declaraciones de principios o los posicionamientos políticos explícitos (dentro de una línea poética específica), que producen el efecto casi-mágico de inclusión dentro de una comunidad de intereses. Pero esa comunidad política no debe ser, automáticamente, aceptación (más o menos acrítica) de textos poéticos afines. Si habremos de buscar algún reconocimiento, no será con independencia al valor estético (inseparable de lo ideológico) de lo producido. Lo inmediatamente rentable no es más que redundancia del sentido común como “inconsciente de la ideología”[xxvi].
La supresión del riesgo, esto es, la creación poética estructurada para ser simbólicamente rentable (en términos económicos casi nunca lo es) puede marcar una pertenencia; pero esa marca de ninguna manera reinventa de forma más o menos radical el juego poético; antes bien, se limita a reproducir un círculo de disidencia. Esa reinvención, hasta donde sé, no puede permitirse el lujo de privarse de los recursos que en la historia de la literatura (en particular, de la poesía) se han ido construyendo, sino que debe rearticularlos desde una perspectiva crítica actual.
Todo ser humano es responsable de cambiar el mundo social en que vivimos a través de múltiples formas. La poesía es una de esas formas y nuestro compromiso es reinventar esa forma, para darle fecundidad. Como poetas, nuestra responsabilidad reside en hacer una contribución propia y específicamente literaria a dicho cambio social, lo que de ninguna manera equivale a escindir lo «cívico» de lo «literario», sino más bien a articularlos de tal manera que la tensión entre lo interno y lo externo no se resuelva en una presunta «neutralidad literaria» o en una recaída en las formas del «didactismo literario». Quizás acordaría Adorno –quien, pese a sus aporías, supo llevar su posición crítica hasta consecuencias insospechadas- en sostener que sólo esa contribución creadora de sentido –capaz de mostrar la incongruencia radical, de estremecer nuestras sensibilidades anestesiadas por el horror cotidiano- puede eximir a la poesía de su culpabilidad histórica.

Arturo Borra
[i] Adorno, T., Crítica cultural y sociedad, Sarpe, Madrid, 1984, p. 248.
[ii] Adorno, T., Dialéctica negativa, Taurus, Madrid, 1992, pp.203 y ss.
[iii] Adorno, T., Teoría estética, Orbis, Barcelona, 1983, p.307.
[iv] “La obra de arte realmente conseguida es aquella cuya forma procede de su contenido de verdad; no necesita borrar de sí las huellas del devenir por el que llegó a ser, de su carácter artificial; lo fantasmagórico en cambio es la contrapartida cuando la obra se manifiesta como conseguida en lugar de soportar su carácter artificial, por el que quizá lograría el éxito; tal es la moral de las obras de arte” (Adorno, op.cit., p. 248).
[v] La operación crítica no conduce a una negación total, sino a lo que Adorno y Horkheimer denominan, siguiendo a Hegel, una «negación determinada». En Dialéctica del Iluminismo (Sudamericana, México, 1997), Adorno, T. y Horkheimer, M., explican: “La negación indiscriminada de todo lo positivo [es] la fórmula estereotipada de la nulidad (...)” (op. cit., p. 38). En vez de tratarse de una operación abstracta y apriorística, la negación determinada apunta a cuestionar “las representaciones imperfectas de lo absoluto”, sin erigirse ella misma en esa posición. De lo que se trata, entonces, es de la “negación de la reificación” (op. cit., p. 11), esto es, de negar la aceptación de lo real representado como cosa intransformable o naturaleza inmutable.
[vi] Desde una perspectiva diferente, G. Bataille también enfatiza la tesis de la autonomía relativa de la literatura, remarcando que ésta siempre fue “movimiento irreductible a los fines de una sociedad utilitaria” (Bataille, G., La felicidad, el erotismo y la literatura, Adriana Hidalgo Editora, Argentina, 2001, p. 150). No se trata entonces de sustituir una utilidad económica (privilegiada por las industrias culturales) por una utilidad política, sino de asumir la parcial independencia de lo artístico con respecto a otros campos sociales, lo que por un lado niega la fórmula del “arte por el arte”, sin por ello caer en la negación de una lógica interna que, necesariamente, se articula con otras dimensiones de la existencia social.
[vii] “El realismo, a causa de ese mínimo imprescindible de estilización, reconoce su propia imposibilidad y se deshace virtualmente a sí mismo. La industria de la cultura ha convertido esto en un engaño de masas” (Teoría estética, op .cit., p.325).
[viii] En un nivel más amplio, cf. la aguda crítica epistemológica realizada por H. Putnam con respecto al realismo, en Las mil caras del realismo, Paidós I.C.E., Barcelona, 1994.
[ix] Adorno, T., Teoría estética, p.337.
[x] Tomar esta estética como objeto de comentario no me compromete con todas sus premisas teóricas, entre las que no cabe excluir de antemano algunas posibles implicaciones aristocratizantes, aunque en gran medida tales implicaciones son erróneamente atribuidas a la posición de Adorno. En este respecto, Adorno no carece de ambigüedades sobre las que cabría detenerse, pero de ninguna manera pueden presuponerse de forma válida. Para una crítica a la “estética pura”, cf., Bourdieu, P., La distinción, Taurus, 1988, Madrid. Por lo demás, la estética adorniana no está exenta de algunos problemas teóricos quizás insolubles dentro de su propio tejido. La corriente que se dio en llamar “estética de la recepción”, por ejemplo, ha cuestionado la falta de consideración de esta teoría estética con respecto al lugar activo del lector. Lo dicho, sin embargo, no invalida la recuperación selectiva de algunas de sus reflexiones más punzantes, que no sólo mantienen actualidad, sino que además, ponen en cuestión cierto lirismo banal caracterizado por su amnesia con respecto al sufrimiento humano y a su relación con el orden social existente.
[xi] Me remito aquí al excepcional libro de Paul Ricoeur: La metáfora viva, Trotta, Madrid, 2001.
[xii] Tomo el concepto de «ideología» no como «falsa conciencia» sino como «proceso de producción de ideas y significados». En general, existe dentro de la tradición marxista una tendencia a limitar el concepto de ideología a un proceso distorsionante, presentando dificultades para comprender el proceso fundamental que es la formación de una conciencia práctica, inescindible al proceso social material. Pensarlos de forma separada conlleva la consideración de lo ideológico como instancia segunda, lo cual es erróneo ya que “(...) los vínculos prácticos que existen entre las «ideas» y las «teorías» y la «producción de la vida real» se encuentran todos dentro de este proceso de significación social y material” (Williams, R., Marxismo y literatura, Península, Barcelona, 1980, p. 89).
[xiii] Para una teoría de la hegemonía, cf. Williams, R., Marxismo y literatura, Península, Barcelona, 1980; y Laclau, E. y Mouffe, Ch., Hegemonía y estrategia socialista, S. XXI, Madrid, 1997.
[xiv] En Dialéctica del Iluminismo, Adorno y Horkheimer señalan el estado de regresión que sufrió la humanidad con la institucionalización de la Ilustración, que prometía la liberación de los humanos. Se trata de una autodestrucción del iluminismo que en vez de haber dado lugar a una fase histórica más humanizada, ha dado lugar a un “nuevo género de barbarie” (sic), del cual el nazismo y el fascismo son sus puntos cúlmines y no su negación.
[xv] Zizek, S., El objeto sublime de la ideología, Siglo XXI, México, 1992, pp. 56-7. Cf. también Sloterdijk, Peter, Crítica de la razón cínica, Siruela, España, 2003.
[xvi] Un pluralismo crítico-radical no puede permitirse tolerar posiciones pre-críticas o dogmáticas, porque eso supondría la eliminación de aquellas diferencias ideológicas y teóricas que no coincidieran con la propia posición (sustraída de la evaluación a partir de estrategias discursivas inmnunizadoras).
[xvii] En un trabajo sorprendente y heterogéneo, Deleuze y Guattari remarcan que el capitalismo no se reproduce por un engaño de las masas –aun cuando vaya contra sus intereses de clase o sus posiciones objetivas- sino por cierto agenciamiento reaccionario del deseo colectivo. “No es un problema ideológico [en el sentido de falsa conciencia], de desconocimiento y de ilusión, es un problema de deseo, y el deseo forma parte de la infraestructura. (...) Una forma de producción o de reproducción social, con sus mecanismos económicos o financieros, sus formaciones políticas, etc., puede ser deseada como tal, totalmente o en parte, independientemente del interés del sujeto que desea” (Deleuze, G., y Guattari, F., El Antiedipo, Capitalismo y esquizofrenia, Paidós, Barcelona, 1995.p. 110).
[xviii] Kafka, F., La Muralla China, Cultura, Barcelona, 2001, p. 38.
[xix] La noción de lo político como dimensión instituyente de la sociedad, puede consultarse en Castoriadis, C., Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Gedisa, Barcelona, 1995. También Castoriadis se refiere a lo «político» como «autoinstitución efectiva de la sociedad», diferenciado claramente de un sistema de partidos o de unos aparatos estatales (cf., VVAA, La sociedad contra la política, Altamira, Uruguay, 1993).
[xx] Ello no supone, desde luego, olvidar que existen responsabilidades diferentes (dependientes de las posiciones que cada uno ocupa), pero remarca la condición compartida de esta responsabilidad relativa a la construcción del mundo social efectivo.
[xxi] De los numerosos estudios realizados al respecto, pueden consultarse al respecto Verón, E., La semiosis social, Gedisa, Barcelona, 1988; y Pecheux, M., Hacia un análisis automático del discurso, Gredos, Madrid, 1978.
[xxii] La categoría de antagonismo social como estructurante de las identidades individuales y colectivas es desarrollada ampliamente en Laclau, E., Nuevas reflexiones sobre la revolución en nuestro tiempo, Nueva Visión, Buenos Aires, 1990.
[xxiii] Paradójica situación, cuando la literatura ha sido un campo central en la reflexión teórica del marxismo y otros movimientos intelectuales de izquierda. Desde el formalismo ruso y checo hasta el estructuralismo francés, pasando por la Escuela de Frankfurt y los estudios culturales ingleses (ligados a la Escuela de Birmingham y a algunos autores afines), por mencionar algunos casos célebres.
[xxiv] “Se olvida que la lucha presupone un acuerdo entre los antagonistas sobre aquello que merece la pena luchar y que queda reprimido en lo ordinario, en un estado de doxa, es decir, todo lo que forma el campo mismo, el juego, las apuestas, todos los presupuestos que se aceptan tácitamente, aun sin saberlo, por el mero hecho de jugar, de entrar en el juego. (...) En realidad, las revoluciones parciales que se efectúan continuamente dentro de los campos no ponen en tela de juicio los fundamentos mismos del juego, su axiomática fundamental, el zócalo de creencias últimas sobre las cuales reposa todo el juego” (Bourdieu, P., Sociología y cultura, pp. 137-8)
[xxv] “Aunque en arte no se deben interpretar sin más políticamente las características formales, también es verdad que no existe en él nada formal que no tenga sus implicaciones de contenido y éste penetra en el terreno político. En la liberación de la forma, tal como la desea todo arte nuevo que sea genuino, se esconde cifrada la liberación de la sociedad, pues la forma, contexto estético de los elementos singulares, representa en la obra de arte la relación social. Por eso una forma liberada choca contra el status quo” (Adorno, T., Teoría estética, pp. 332-333).
[xxvi] Cf., Hall, S., “La cultura, los medios de comunicación y el «efecto ideológico»”, en VVAA, Sociedad y comunicación de masas, Fondo de Cultura Económica, México, 1981. Allí nos dice, recuperando las reflexiones de Gramsci sobre el sentido común: “Es precisamente su cualidad «espontánea», su transparencia, su «naturalidad», su rechazo a que se examinen las premisas en que se fundamenta, su resistencia al cambio o la corrección, su efecto de reconocimiento instantáneo y el círculo cerrado en que se mueve lo que hace del sentido común, simultáneamente, algo «espontáneo», ideológico e inconsciente. De este modo, es su mismo «dar por supuesto» lo que lo establece como un medio en el que sus propias premisas y presuposiciones se están volviendo invisibles por su transparencia aparente” (Hall, S., op. cit., p. 368).